EL GALEÓN HUNDIDO

Cuando Javier llegó a Playa los Pinos, en Cayo Sabina, en la provincia cubana de Camagüey, buscando nuevas ideas para el argumento de su nuevo libro, no imaginó que se iba a encontrar 

con una historia que podía rivalizar con "El viejo y el mar" de Ernest Hemingway.
Su editor le mandaba mensajes, apremiando al joven periodista a que acabara lo antes posible. 
Los plazos de edición se agotaban y producción empezaba a preocuparse.
De momento, sentado bajo la techumbre de paja de un viejo bohío y degustando un refrescante mojito, Javier contemplaba el horizonte de color esmeralda, oyendo como las olas rompian en la orilla con un ruido monótono y durmiente.
Un ruido de voces infantiles, llamó su atención. Se levantó y se dirigió hacia un grupo de chiquillos 
que sentados alrededor de una enorme ceiba, escuchaban al viejo pescador Manuel.
El anciano le miró durante un momento y saludó con un leve gesto de su cabeza. Sus ojos reflejaban la sabiduría de mares profundos y tras una pausa, apoyando sus rugosas manos sobre un bastón, comenzó con su ronca voz bañada en ron, a contar un momento de su vida. Javier, tomó nota:






"Amanecía cuando embarqué un día más, con todos mis aparejos de pesca, en mi falucho dispuesto a tener una buena jornada de pesca. Icé los aparejos y puse rumbo a Cayo Guajaba. Muy pronto los delfines comenzaron a acompañarme dando alegres cabriolas. Eran mis mejores amigos, las horas en alta mar se hacían más agradables e incluso llevaban la pesca directamente hasta mis redes. A cambio, en compensación, yo les ofrecía una parte de lo pescado durante la jornada. Era una asociación perfecta. No tardé mucho en llegar a mi destino. Eran aguas profundas y  los cardúmenes de  pargos abundaban y era una buena oportunidad para llenar mis redes. 



Dejé caer el ancla, comprobé que estaba bien sujeta al fondo y poco después lancé mis aparejos, a la vez que rezaba una plegaria a la Virgencita de Regla para que me ayudara. El oceáno estaba en calma. Ningún pez daba señales de vida y rompía la quietud de la superficie del mar. Únicamente alguna que otra gaviota, planeaba sobre las aguas en busca de alguna descuidada presa. Aquel día, no parecía que la pesca fuera a ser especialmente buena, así que cansado de esperar, decidí que lo mejor era regresar a puerto y volver a la mañana siguiente a la espera de mejor suerte. 
Pero cuando intenté subir el ancla a bordo, ésta se enganchó en el fondo y no hubo forma de subirla.
Lo intenté varias veces, con todas mis fuerzas, pero mis esfuerzos resultaron inútiles. No lo pensé dos veces, me sumergí y seguí el cabo del ancla.


Bajé más y más. Cantidad de pequeños peces pasaban por mi lado contemplándome curiosos. Procuré no descuidarme, en aquellas aguas abunda el mako y no quería acabar en los dientes de uno de esos monstruos. Mis pulmones ya estaban a punto de estallar, cuando descubrí  que el ancla se había atascado entre los restos de un pecio. La silueta de un antiguo galeón español se adivinaba en el fondo. Apenas sin aire, regresé a la superficie. Las tinieblas envolvían el oceáno y todo el mundo sabía
que durante la noche, el mar era peligroso. Dormí entre pesadillas. Sueños plagados de tesoros, piratas y batallas navales me atormentaron. Cuando desperté, el sol estaba alto en el horizonte. Tomé un trago de ron y me disponía a zambullirme cuando algo llamó mi atención. La estela de una aleta triangular, rompía despacio la superficie.

-¡Así que era por eso! ¡ No había peces porque estaba el!. 
Un enorme tiburón, patrullaba alrededor del falucho.
-¡Maldito pendejo, estás listo si crees que vas a zamparte a Manuel. He pescado a muchos como tú en estas aguas!



Mi problema era grande. Si quería recuperar el ancla debía enfrentarme al enorme pez y no me gustaba ser pasto de tiburones. Al cabo de algunas horas el mar estaba tranquilo, nada rompía su superficie. Era ahora o nunca. Cogí el arpón y me lancé al mar Caribe. El agua era clara y había visibilidad total. Muy pronto llegué al viejo galeón y encontré el ancla bien sujeta al mascarón de proa. Cuando me disponía a soltarla, el brillo de un objeto entre la arena de color dorado, llamó mi atención.  Mis manos pronto sacaron un mediano arcón de plata con el sello real de la España imperial. Me felicité por mi hallazgo. Iba a soltar el ancla, cuando una enorme sombra pasó por encima de mí. El tiburón había vuelto.



-¡Alabaó! ¡El maldito pendejo ha vuelto y mis pulmones me empiezan a fallar.
No me quedaba otra solución. O moría ahogado, o mataba al maldito tiburón. Dejé el cofre y con el arpón me enfrenté al escualo. Fue una lucha a muerte, varias veces oí como sus mandíbulas se cerraban, con un chasquido, a escasos centímetros de mis piernas. Pero cuando mi vida se escapaba entre burbujas de oxígeno, enterré mi arpón en el correoso cuerpo del tiburón. Recogí el cofre, solté el arpón  y regresé a la superficie. 
Los doblones españoles me valieron para poder comprarme una pequeña casa aquí en Playa los Pinos y arreglar mi falucho. Una nave muy marinera a la que aprecio con mucho cariño.
-¡Manuel, Manuel, cuéntanos más historias!.
Gritaron los niños, ansiosos. Javier terminó de escribir en su bloc y se acercó al viejo pescador.
-Hola gallego, ¿te ha gustado mi historia?. Pues mañana te contaré otra. Viejos cuentos, llenos de sal y brisa marina.- Le habló Manuel, mirando al español con ojos cansados.
-Entonces, hasta mañana viejo marino.
-Hasta mañana. Aquí te espero, muchacho.
Y mientras Javier, caminaba a lo largo de la playa, el anciano mulato acariciaba entre sus callosas manos un precioso cofre de plata con el sello real de España.








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